Javier Aguirre es una de esas personas que no suele ser indiferente a nadie. El Vasco, como le dicen al mexicano, va por ahí, tratando de enseñarle a sus jugadores todo eso que ha aprendido. Los equipos del ahora técnico del Mallorca puede que no sean favoritos para ganar grandes torneos, pero sí van a pelear cada pelota, a disputar con intensidad hasta el último minuto de cada partido. Y eso lo agradecen los jugadores y la afición.
La vuelta de la semifinal de la Copa del Rey ante la Real Sociedad fue la muestra de todo lo que puede hacer un entrenador, de la confianza que puede insuflarles a sus jugadores, de como puede convertir un grandulón torpe, medio gamberro, como Antonio Raíllo, en un capitán respetable, capaz de entregarlo todo en la cancha, de sufrir y de halar a sus compañeros para cada escaramuza cerca del área propia o la contraria.
En el partido, jugado en la Real Arena, el Mallorca nunca se sintió la presión de jugar fuera, jamás estuvo descolocado y en ningún momento bajó las manos. Fue siempre el mismo equipo. Lo mismo cuando el penalti que hizo Raíllo y que paró el arquero después, como cuando el gol de Míkel Oyarzabal provocó el empate y llevó el partido hasta la lotería de los penales, donde, de nuevo, el técnico volvió a ser el alma de los suyos.
LOS PENALES Y EL VASCO AGUIRRE
Cuando el partido se fue a penales, los jugadores del Mallorca gritaron como si ya estuvieran en La Cartuja, el estadio de Sevilla donde se jugará la gran final de la Copa del Rey, ante un rival que solo se conocerá al final de este jueves, luego de la vuelta de la otra semifinal, entre el Athletic Club de Bilbao y el Atlético de Madrid, previsto para el nuevo San Mamés, y a donde los locales llegan con la ventaja de un gol conseguida en la ida.
Aguirre estaba feliz. Desde antes del encuentro les había dicho a los jugadores que si no ganaban en tiempo normal y prórroga, que hicieran todo lo posible por no perder, porque si iban a penales serían invencibles. Por eso lo gritaron cuando el árbitro marcó el fin del juego y se dispuso a sortear portería y orden de lanzamientos. En ese momento, los jugadores de Imanol Alguacil estaban vencidos y los del Mallorca festejaban.
Oyarzabal, que pasó de héroe a villano en menos de una hora, porque marcó el empate en el minuto 71 y erró el primer penal de la tanda, no entendía los motivos por los cuales los jugadores del Mallorca festejaban. Ese entusiasmo no tenía justificación, pero se dio cuenta cuando su lanzamiento, a la izquierda del portero, sin mucha fuerza, pero ajustado al palo, fue mandado fuera por el arquero. Era el final.
Nadie más falló. Cada jugador que volvió al punto de penal, de uno y otro equipo, lo hizo con clase y maestría, pero ya Oyarzabal había sentado las bases para el triunfo rival. Todo lo demás fue secundario. Lo que quedó fue el éxtasis que genera el ganar, saber que jugarán una final y que tendrán las puertas abiertas de disputar otra, la de la Supercopa de España, aunque tendrán antes que jugar las semifinales en Arabia Saudita.
Lo que ocurrió después habla muy a las claras de quién es Javier Aguirre, de cómo va por ahí, por los estadios del mundo, diciendo lo que piensa, haciendo lo que se le antoja, dentro de los permisible, claro. Es todo un personaje, tal vez el mejor entrenador mexicano del momento y uno de los mejores de la historia de su país. Y si le da un título al Mallorca, lo catapultarán al olimpo en Son Moix. Y merecido lo tendrá.
LA CARRERA DE AGUIRRE
Aunque no lo aparenta, Javier Aguirre ya tiene 65 años y hace 31 que colgó los botines como jugador y se decidió por los banquillos como una forma de ganarse la vida en algo que había aprendido a hacer desde chico. Terminaba una carrea y comenzaba otra, no menos interesante y apasionante, solo que, en lugar de estar dentro del verde, tocaba hacerlo desde la línea, como el que decide cómo se juega y quiénes lo hacen.
Como jugador jugó para el América con alguna cesión intermedia al Aztecas de Los Ángeles. Luego estuvo en el Atlante y de ahí se fue a España, a jugar para el Osasuna. Era 1986 y solo aguantó un año en el fútbol europeo, porque volvió a México a defender los colores de las Chivas rayadas del Guadalajara. Con el Rebaño dijo adiós a su carrera como jugador, que incluyó 59 partidos con la selección en casi 10 años, con cuatro goles marcados.
Tres años después de dejar su carrera como jugador, se sentó en el banquillo del Atlante, una institución que conocía al dedillo, como sustituto del más mexicano de todos los entrenadores argentinos, Ricardo Lavolpe. Los salvó des descenso, pero luego solicitó una licencia, porque quería formarse en España, cuyo fútbol lo cautivaba desde antes de jugar para el Osasuna. Sin embargo, tras los estudios, regresó al Pachuca.
Para la temporada 2003-2004 ya entrenaba al Osasuna. Con los rojillos hizo un gran trabajo y lo llamó el Atlético de Madrid para la temporada de 2006. Iba a tener una gran plantilla en la que estaban, entre otros, Sergio Agüero y Fernando Torres. Su paso, sin embargo, tuvo más penas que glorias y en febrero de 2009 fue cesado. Tocaba Zaragoza, Espanyol, el Al Wahda de los Emiratos Árabes Unidos y luego la vuelta a España para trabajar con el Leganés.
Luego regresó a su país para entrenar al Monterrey y en 2022 volvió a España para entrenar al Mallorca, donde está ahora el dos veces seleccionador mexicano, el hombre que ganó la Copa de oro de la Concacaf en 2009, que se jugó en Estados Unidos.
